Era el año 2001. Había llegado a
Santiago con mis escasos bienes: mi mochila de explorador llena de ropa y una
plancha. Arrendé un cuartito con baño individual en el barrio Independencia y
tuve como vecinos a varias familias inmigrantes y un tipo, con quien
intercambié un par de palabras, que era
vendedor de CDs piratas.
Traía muchas expectativas:
cursar el Magíster en Literatura en la U. de Chile (ya había quedado aceptado
en el programa) y triunfar en el plano de la literatura, es decir, “ser un
escritor reconocido”. Había publicado nada más en 2000 “La Calle es Libre”, una
colección de cuentos y tuve un acercamiento a la novela con un fallido y
vergonzoso experimento titulado “Palmenio tiene un océano”. Con aquél postulé a
un concurso de novela infantil de la editorial Edebé, en el primer semestre de
aquel año.
Aunque desde Iquique (centro de
operaciones de mi proyecto de conquistar la capital), envié currículos a
distintos colegios, la suerte no me fue del todo benévola. Pasado el mes de marzo,
no encontré trabajo. Literalmente conocí Santiago encima de una micro o en
metro en el ejercicio obligado de tirar currículos.
El shock de la experiencia –
asaltos, solidaridad, discriminación,
clasismo- más el convivir en mi
cabeza con un personaje tipo, el alienado existencialista (producto de mis
lecturas de El Túnel, El Extranjero, El Anfitrión y el Hombre en Suspenso),
hicieron que rápidamente sintiera un regurgitar rabioso, la convulsión cuasi
posesa de redactar algo pero, al mismo tiempo, una similar abulia paralizante propia de los
protagonistas de dichas narraciones.
El conato de partida,
ineludiblemente, fue la lectura de “Ayer” y “Un Año”, ambas de Juan Emar. Pero el
inicio no fue sino hasta la exposición de Guillermo Gotschlich, en un curso de
Narrativa y Mundonovismo, instante en el que habló de la estructura capitular de aquellas
obras, relacionándolas por esta razón, con Don Quijote. Ese fue el acto que
desencadenó el vómito.
Escribí “Héroe” en tres meses, a
razón de casi un capítulo por día. Lo curioso es que no tenía un argumento predefinido.
Poseía, claro está, el personaje, un cúmulo de breves historias vividas en
Santiago, pero no la fábula central. Aquella fue surgiendo mientras escribía.
Esto ayudó, creo, al verosímil: la novela retrata el devenir de la vida misma,
con todos sus intrincados o simples laberintos. Eso produce la identificación y
el enganche en el lector. Eso y la sarta de historias que vi en las “pantallas”
de los ventanales de la locomoción pública de Santiago. Pero secretan, además, en sus líneas, reflexiones y críticas a la
sociedad, todas ellas con un tono humorístico que me sorprende, pues nunca
quise escribir así. Creo que la mezcla de ese perfume existencialista y la
sumatoria micros + flaytes + folclore urbano, dieron como resultado este mamotreto.
Quizás con una hilaridad similar a la mezcla de violines confeccionados
con tarros de crema de zapatos,
interpretando a Bach que realizan Les Luthiers o el Tecno combinado con huayno
de Delfín Quishpe.
Pretendí presentar la novela al
concurso del diario La Nación, Argentina, pero entre el dinero de la tinta de
impresora y las fotocopias, descuidé el necesario para pagar el envío postal.
Quedé con tres ejemplares en mi poder. Uno de ellos lo regalé en un bar, otro a
una novia de la época y el último, el bendito, lo llevé a Edebé, luego de que
intentara recuperar el abortivo que envié para el certamen de novela infantil.
Meses después, un email de un
editor me descolocó: deseaban tener una reunión conmigo. La novela les había
gustado. Hubo un lapsus en que el proyecto se columpiaba entre la publicación y
su inminente rechazo. Pensando en que las embarraría, no atiné a llevarla a
otra casa editora: se me ocurrió, quizás influido por las teorías
conspirativas, que el editor se enteraría y el proyecto se frenaría
bruscamente.
Cuando la publicación se
aseguró, me pidieron que agregara más capítulos. También que suprimiera una
parte en que el protagonista se enfrentaba violentamente con el Arzobispo de
Santiago. También que modificara el título. Accedí a todo: mal que mal era un
provinciano que, habiendo escrito su primera novela, ya firmaba contrato y era
seducido por un promisorio futuro como escritor superventas.
El lanzamiento de la novela se
realizó en un restaurante del Barrio
Bellavista, antes cuna de la intelectualidad y la bohemia Santiaguina (una de
las casas de Neruda se encuentra ahí). Los encargados de la presentación fueron
una diputada de la república (senadora, en la actualidad) y un periodista de
uno de los canales de televisión más importantes del país, TVN.
La experiencia distó
ostensiblemente con la experiencia de mi primera autoedición, momento en el que
debía cargar libros en la mochila y golpear las puertas de librerías en ferias,
antiguos colegios y apersonarme ante conocidos y familiares vendiendo con algo
de pudor mis ejemplares. Aquí llegué en la parada de un rockstar, con lugar
repleto, cámaras y flash fotográficos. Me senté a firmar autógrafos mientras se
rumoreaba que el libro pintaba para ser un éxito editorial.
Sin embargo, pasados los días,
el castillo se desmoronó con crueldad. Creo que si el sentido común no lo
dictara, hubiera pensado que el lanzamiento y todo el proyecto fue una joda que
me hizo la editorial, en una especie de docureality, para acometer contra mi
ego insufrible y hacerme pedazos.
El texto tuvo dos críticas. Éstas aparecieron en sendas páginas web. Una era mala y otra buena. Lo más auspicioso fue que
apareció un inserto en la Revista de Libros de El Mercurio. Pero de ahí, pare
de contar. Recorrí un par de librerías, sacando el texto de ciertos estantes y
dejándolos, soterradamente, encima de los muebles más vistosos, inclusive al lado de textos de
Bolaño, vivo en ese entonces.
Recibí solo un pago, un cheque
por $17.000 (poco más de 30 dólares americanos). Nunca insistí en la editorial,
nunca envié más novelas.
A veces me asomo por sus
oficinas para aprovechar el descuento y comprar a menor valor para luego vender
el texto con cierto recargo. Pero lo hago con vergüenza, con un “puchas, no fue
mi intención” en la comisura de los labios.
Hace un año quise recuperar la
edición original, pero el único ejemplar que yo aseguré podía estar a mi
disposición lo tenía mi antigua novia. Contactarme con ella era imposible: mi
actual pareja me lo tenía prohibido. La idea era hacerlo público y de paso
sacarme el sentimiento de culpa de haber transado y otorgarle más grasa y
cuerpo al original, restándole el dinamismo lector que tenía el primer
manuscrito.
Con mi separación recuperé la
fe. Todo bien, pero una mudanza de ciudad hizo que el ejemplar fotocopiado se
perdiera. Parecía que la suerte siguiera haciéndome bullying.
Pero no podía esperar. Tomé un
libro y marqué los capítulos apócrifos. Me acordaba de ciertas podas de la
editorial, algunos “lo mató” por “lo dejó malherido” y los eufemismos para
evitar escenas demasiado gore incluidas en el original. Luego procedí con la
transcripción.
Es, finalmente, el documento que
presento ante ustedes.
Les contaré un secreto: tengo la
misma corazonada que hace más de diez años. Sé que tendrá la difusión y éxito
que le fue esquivo. Lo comprobé mientras mis estudiantes de tercero medio lo
leían como libro de lectura obligatoria este semestre. Fue uno de los pocos que
vi digerir en medio de clases, en el
recreo, en los pasillos a la espera de los profesores. Esa imagen, similar a la
evocación de lo que me contó ese primer lector, el editor que lo leyó desde
metro Baquedano hasta Las Rejas y no paró de reír. Y luego lo recomendó a su
adolescente hija que en pocas horas lo devoró con fruición.
Los tiempos han cambiado. Este es el mejor de
ellos. No puede ser de otro modo.
Santiago de Chile, septiembre de
2013
BAJAR LA NOVELA: http://es.scribd.com/doc/171067681/HEROE-EDICION-ORIGINAL#fullscreen=1
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